Roberto F. Saban
Psicoanalista. Córdoba, Argentina.
“… y si un hombre
atravesara el paraíso en un sueño,
y le dieran una flor como prueba de que había estado ahí,
y si al despertar encontrara
esa flor en su mano … ¿entonces
qué?...”
Samuel Taylor Coleridge
Siempre me he preguntado por los
lugares incómodos donde nos pone nuestra práctica. ¿Qué nos lleva al dolor humano como moneda corriente? ¿Cómo es que llegamos a optar por callar, frente al relato de un
paciente, cuando pareciera que se nos impone decir un montón de palabras? ¿A cuenta de qué
sostenemos la elección de ese lugar de silencio, casi de no presencia?
¿Por qué obstinarse en la lectura
de cierto trazo de verdad humana escrito hace más de cien años en Viena. Tan lejano de
nuestro tiempo que no sin asombro podemos decir que nació con el cine? En aquel
momento en que el séptimo arte aún era mudo.
Más contemporáneamente ¿qué nos
mueve a leer una y otra vez un discurso francés, heredero de aquel, del que en
esta parte del mundo, no reconocemos su versión familiar “oficialmente” editada
y tomamos en su lugar la que circula en fotocopias casi anónimas, ahora en “cd”.
(hablo en primera persona) ¿Qué nos
mueve a bucear su estilo herméticamente “gongoriano”?.
Quizás se trate de pagar y hacerse
pagar por los efectos de una palabra, a la que apostamos ciegamente, cómo lo
hace el jugador.
Pero no cualquier palabra. Hay la
certeza de que es una palabra que hace cadena. Una palabra que hace lazo, convoca
a otro, y en ese acto nos permite escribir algo de eso que nos mueve: el deseo.
Deseo: lo indecible, innombrable,
inasible, y que sin embargo nos hace presente una y otra vez algo propio pero
desconocido que en repetición no es más que en una invitación a hacer algo con
ello.
Se me pide que escriba unas líneas
de mi paso por Santiago para este número de “El deshollinador”. Y entonces no
puedo dejar también de preguntarme ¿qué
es lo que hizo que un grupo de estudiantes de psicología y psicoanalistas, se levantaran un domingo por
la mañana, UN DOMINGO POR LA MAÑANA, insisto, a escuchar a un desconocido en la
apuesta ciega a un discurso que podría decir
algo de interés.
Qué decir de Santiago, capital de
Oriente, la provincia revolucionaria por tradición, sino que en esa mañana de
domingo, en una hermosa galería, cerca de un bello jardín había DESEO, puesto a
rodar (y los adjetivos hablan del mío). Deseo por un discurso que hace cadena; existencia
del Grupo Lacaniano de Santiago de Cuba
y sus acciones.
Deseo por un psicoanálisis que
todo practicante hace propio a su manera, del que cada uno deberá apropiarse
para poner a hacer algo con eso que lo mueve a lugares tan incómodos.
Deseo que se está escribiendo en
un psicoanálisis “a la cubana”, donde no valen los preconceptos ni los
“encuadres” de esta parte del mundo; y que como ya sabemos fue lo que promovió la
revolución lacaniana, pues esos encuadres sólo ahogan eso que pugna.
Se trata de habitar una historia, que
es apropiarse de ella, como en otros tiempos presentes ya en la tradición de Santiago
de Cuba, y hacer lugar así a la
escritura del deseo. De la historia del psicoanálisis Santiaguero del cual uds
son los fundantes, formará parte nuestro encuentro de aquel domingo, que como una vuelta más, repetición
mediante, no será sino uno más de los jalones en que se escriba la historia del
deseo de analistas/psicoanálisis de los presentes.
Me permito, para terminar, traer
un pequeño fragmento del libro de Paul Auster “Brookling follies”, que refiere
una historia de la vida de Franz Kafka, que verdadera o no, al circular se hace verídica. Como yo vivo del “otro lado” y desconozco si el
libro de donde tomo esta cita está a
disposición de todos transcribo: “La historia de la muñeca”.
“La historia de la muñeca … Estamos en el último año de vida
de Kafka, que se ha enamorado de Dora Diamant, una chica polaca de diecinueve o
veinte años de familia hasídica que se ha fugado de su casa y ahora vive en
Berlín. Tiene la mitad de años que él, pero es quien le infunde valor para salir
de Praga, algo que Kafka desea hacer desde hace mucho, y se convierte en la
primera y única mujer con quien Kafka vivirá jamás. Llega a Berlín en el otoño
de 1923 y muere la primavera siguiente, pero esos últimos meses son
probablemente los más felices de su vida. A pesar de su deteriorada salud. A
pesar de las condiciones sociales de Berlín: escasez de alimentos, disturbios
políticos, la peor inflación en la historia de Alemania. Pese a ser plenamente
consciente de que tiene los días contados.
Todas las tardes Kafka sale a dar un paseo por el parque. La
mayoría de las veces, Dora lo acompaña.
Un día, se encuentra con una niña pequeña que está llorando a lágrima
viva. Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella contesta que ha perdido su muñeca.
Él se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha
pasado. “Tu muñeca ha salido de viaje” le dice. “¿Y tú cómo lo sabes?” le
pregunta la niña. “Porque me ha escrito una carta”, responde Kafka. La niña
parece recelosa. “¿Tienes ahí la carta?” pregunta ella. “No, lo siento”, dice
él, “me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo.” Es
tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre
misterioso esté diciendo la verdad?
Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se
sienta en el escritorio y Dora, que ve cómo se concentra en la tarea, observa
la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión
de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y
está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y
convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente,
falsa quizás, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la
ficción.
Al día siguiente Kafka vuelve apresuradamente al parque con
la carta. La niña lo está esperando, y
como todavía no sabe leer, él se la lee en voz alta. La muñeca lo lamenta
mucho, pero está harta de vivir con la misma gente todo el tiempo. Necesita
salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es que no quiera a la niña, pero le
falta un cambio de aires, y por tanto deben separarse una temporada. La muñeca
promete entonces a la niña que le escribirá todos los días y la mantendrá al
corriente de todas sus actividades.
Ahí es donde la historia
empieza a llegarme al alma. Ya es increíble que Kafka se tomara la molestia de
escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir otra cada
día, única y exclusivamente para consolar a la niña, que resulta ser una
completa desconocida para él, una criatura que se encuentra casualmente en el
parque. ¿Qué clase de persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante
tres semanas. Uno de los escritores más geniales que han existido jamás
sacrificando su tiempo (su precioso tiempo que va menguando cada vez más) para
redactar cartas imaginarias de una muñeca perdida. Dora dice que escribía cada
frase prestando una tremenda atención al detalle, que la prosa era amena,
precisa y absorbente. En otras palabras, era su estilo característico, y a lo
largo de tres semanas Kafka fue diariamente al parque a leer otra carta a la
niña. La muñeca crece, va al colegio, conoce a otra gente. Sigue dando a la
niña garantías de su afecto, pero apunta a determinadas complicaciones que han
surgido en su vida y hacen imposible su vuelta a casa. Poco a poco, Kafka va
preparando a la niña para el momento en que la muñeca desaparezca de su vida
por siempre jamás. Procura encontrar un final satisfactorio, pues teme que si
no lo consigue, el hechizo se rompa. Tras explorar diversas posibilidades,
finalmente se decide a casar a la muñeca. Describe al joven del que se enamora,
la fiesta de pedida, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca vive
con su marido. Y entonces, en la última línea, la muñeca se despide de su
antigua y querida amiga.
Para entonces, claro está,
la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y
cuando concluyen esas tres semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia.
La niña tiene una historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada como
para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas
de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad
deja de existir.”
Digo, habitar una historia es escribir
deseo. La historia del psicoanálisis en Cuba se está escribiendo.
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